Sin título

El pasaje de la niñez a la adolescencia, siempre resultó complejo para sus protagonistas. Mientras su forma de pensar lleva fuertes marcas de la infancia reciente, sus cuerpos rápidamente van tomando formas y funcionamientos adultos. Menstruaciones, senos y caderas en desarrollo, eyaculaciones, “pelitos”, “estirones”. Les es difícil reconocer el cuerpo que ven en el espejo. Y a los espejos queridos, con suerte los ojos de sus padres, tampoco les resulta fácil reconocerlos en su nuevo estadio y posicionarse ante él. Es un fenómeno de la Cultura, que con diferentes formas atravesó y atraviesa la historia. Ritos de iniciación, Bar Mitzva, Bad Mitzva, Confirmaciones cristianas, etc., son reliquias de cómo diferentes etnias intentaron hacerse cargo del problema. Ninguna reconoció como tránsito el de la niñez a la adultez. Freud lo llamó Segundo despertar sexual de la pubertad. Fue común hasta comienzos del siglo XX, que soldaditos de 14 años integraran ejércitos. En Tel Aviv acaba de morir un “hombre” bomba de 16 años, la edad de Matías Bragagnolo, matando civiles indiscriminadamente. La adolescencia es transitar una crisis.
La Cultura occidental en la posmodernidad, cree en nombre del antiautoritarismo que lo mejor es liberar a quienes transitan esa crisis, de las autoridades: padres y/o docentes. Se hizo del ideal de libertad, un bien supremo que dejó a los adolescentes sin brújula ni referencias. Referencias para que aceptaran, aceptaran a medias o se opusieran. Pero dejarlos sin referencias, es abandonarlos en medio de la selva humana, totalmente al albur de reacciones para las que aún no están preparados. La otra cara: lo difícil, para padres y autoridades de ayudarlos en ese camino. Pero renunciar a ejercer la función que corresponde, por esa dificultad, es una respuesta cobarde. Mejor errar, que renunciar.
En el hasta ahora confuso episodio que llevó a la muerte de Matías Bragagnolo, me llaman la atención las siguientes cuestiones. Matías, amigas y amigos, reunidos en el departamento de un barrio de clase media en no mala posición económica, piden un delivery de cerveza. Una de las chicas, quiere otra bebida distinta pero también con contenido alcohólico. Es la razón por la que Matías, 16 años y a esas horas de la madrugada, baja con otros dos a buscarla. ¿Ningún familiar pensó en la salud física, psíquica y la seguridad de esos chicos, como para oponerse a esa situación de riesgo? En la banda atacante, al más pesado lo llaman “Sodape” alusión en “vesre” a la dimensión de su pene. Al más diminuto de tamaño y de edad, 12 años, “Soronguito”, soretito. Justamente este pibe es el que todos señalan como el provocador. A todas luces sobreactuaba, para deshacerse del lugar desvalorizado que el sobrenombre le daba. Aceptada por Matías la invitación a pelear, se hace cargo de la riña Sodape, obligado “moralmente” a defender sus “galones”. Desatada la pelea se produce una pérdida general de control y en una réplica siniestra de lo habitual en la sociedad de los adultos (Proceso, Irak, etc.) el caído es pateado.
Resulta oscuro el episodio de la intervención policial. Llegan al lugar empujados por una denuncia de la patota sobre que les habían robado un celular. ¿Si la patota sólo era agresora, por qué no huyó? El policía ¿por qué hizo una toma riesgosa a un chico desarmado?
No fueron hijos de Fierro[1], no habrían golpeado al caído. Ni hermanos del Sargento Cruz, que hubiera defendido al patoteado.



[1] Martín Fierro