Lectura y proyección de las entrevistas de consulta. Parte II

Psyche Navegante Nº 78
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Sección Práctica

Un padre y una hija: entre la muerte, la soledad, el amor, y un analista


Asesinato imaginariamente simbólico del padre, cometido por una hija enamorada que lo odiaba y un analista. Precio de entrada de ella, a lazos sociales, a amar y a evitar una muerte prematura.

Corrían los sesenta, corrían sin parar. En legiones de jóvenes, habían resucitado las ilusiones de cambiar el mundo aunque para eso hubiera que dejar la vida propia, la de otros y hasta la de lo más querido: los hijos. Nada de eso tenía comparación con instalar una sociedad en la que no hubiera explotación interhumana y como consecuencia los bienes se distribuyeran igualitariamente. Se suponía que eso ocurría en una bravía isla del Caribe. Algunos suponían que también ocurría en el este europeo y en el coloso chino que había apoyado a los coreanos del norte contra el imperialismo norteamericano. En la península indochina tronaba el cañón. En medio oriente tableteaban las ametralladoras en nombre de la independencia, contra el enclave israelí pro norteamericano, guardaespaldas de las empresas petroleras de USA y Europa.

Una pareja joven hacía el amor confiando en que su hija nacería en ese mundo liberado. Al día siguiente operarían militarmente, para bautizar de un modo espectacular la lucha armada por la liberación en nuestro país. La joven cayó herida y apresada. Sus compañeros, armas en mano la rescataron de la comisaría en que la habían encerrado. Él siguió peleando en otros lados. Pasaron los años, y los sueños no lograron evitar que el desencuentro hiciera estallar la pareja. La niña quedó con la madre, el padre siguió su ruta y el 76 lo llevó al exilio. Era uno de los hombres más buscados por la dictadura militar. Su foto figuraba en un cartel que la junta había distribuido profusamente por toda la Nación. Primero la persecución en el país, el exilio después, habían cortado la relación entre esa niña y ese padre cuando ella tenía dos años.

Finales de 1983, se restableció el funcionamiento constitucional en la Argentina. Ese padre volvió al país. Encontró una hija hosca, resentida. Había podido leer sólo dos cartas de él en 10 años de ausencia. No se lo perdonaba. Él tampoco. Fue cierto que era muy complicado hacerle llegar cartas, pero sabía que había escrito sólo dos. La clandestinidad, las obligaciones dirigentes, el fervor revolucionario, lo habían ocupado de tal modo, que aunque nunca dejaba de tener presente la imagen de su “beba”, no le había escrito más que dos veces.
Su pequeña beba, ya era una púber preciosa, fuerte, salvaje, y odiante. El amor no correspondido, o correspondido por un puro silencio, se había transformado en odio.

Él, aterrizó en el diván de un analista. Lo apresaba una fuerte depresión. Se sentía enormemente fracasado. ¿Para qué había servido tanta lucha, tanta sangre, tantos compañeros muertos? Seguía escribiendo, pero siempre para otros. Nunca firmaba sus escritos. A veces políticos, otras periodísticos, siempre muy logrados literariamente. Para sostenerse económicamente “puchereaba”, los políticos pasaban por los “nuevos escenarios” pero ninguno reconocía lo que su generación había ofrendado a la Patria. La distancia entre los ideales juveniles y las verdades maduras, lo hundían en la tristeza del no reconocimiento. Tardó tiempo en advertir el precio que paga el amor propio por incinerarse en el altar del sacrificio a la veleidad de dioses “celestiales o revolucionarios, s’e ‘gual[1]. Mientras, el telón de fondo era el rechazo de su niña. Al que ella agregaba desafiar siempre al destino, como duplicando la adolescencia y la juventud del padre y de la madre. Lo rechazaba, pero en esencia se identificaba a la epopeya del padre. Claro que ya no eran tiempo de revoluciones. Sí, de drogas, motocicletas y SIDA. Noviaba con un rudo obrero, que ahora se apelaría motoquero. Un día, mediados por alcohol, cocaína y velocidad, se estrellaron. Con suerte, él quedó internado un tiempo y luego salió. Ella sufrió una fractura de la que se recuperó sin secuelas. El padre andaba mejor, pero este incidente desbordó todo cálculo. Comenzó a insistirle a la hija para que se analizara. Ella no sólo no le hizo caso, levantó la apuesta. Terminó internada en una comunidad para recuperación de adictos, ¿sedujo, fue seducida? por el director. Luego se acostó con un muchacho mayor que ella y enfermo de SIDA, con el que protagonizó una fuga con ribetes que hacían recordar la de la madre en los comienzos de los 70.

Ahí el padre insistió con que se analizara y ella puso una condición, tenía que ser con el analista del padre. Éste le llevó dicho planteo al susodicho. El que le propuso tener una entrevista con la jovencita, ya de 18 años. La escuchó y le preguntó por qué analizarse justo con él. Ella arguyó que despreciaba a los analistas y que por el único que sentía respeto era por él porque había logrado sacar al padre de la depresión. El colega le hizo notar entonces, que por cómo se presentaban las cosas él no podía trabajar con ambos al mismo tiempo, a lo cual ella dijo que eso no le importaba. El analista le hizo notar la venganza que esa posición vehiculizaba, a la vez que el deseo de ocupar el lugar del padre. Ella asintió, y se mantuvo en sus trece.

Informado el padre, el analista le agregó: -creo que estás bastante bien y que te podés bancar un tiempo sin análisis. Tengo la impresión de que es la única manera que tu hija comience uno. El padre asintió. Esta vez el sacrificio no era por dioses, era por la salud de la hija. Y no era sólo un sacrificio, era también un intento de reparar el daño que sentía, que su ausencia le había producido.

La solitaria (la soledad había sido el destino elegido por el abuelo paterno para pasar sus últimos años), comenzó su análisis desafiando al analista como hacía años lo hacía con el padre. El analista percibió en el desafío, una burla admirativa. En consecuencia no respondió con interpretaciones y menos con enojos, sino colocándolo en el terreno del humor. Al que ella, pícaramente, se plegó con rapidez. Atravesada esa primera resistencia del yo, el análisis ingresó en una fase muy productiva. Mientras, seguía su relación con el rudo y hasta violento obrero. Había veces que la golpeaba. La violencia, como peligro, como epopeya, como mito, había sido un componente habitual de su infancia y adolescencia. A veces como relatos sobre el terrorismo de estado, otras como hazañas de revolucionarios.

Un año duró la experiencia. En el curso de la misma, un acontecimiento complicó a todos. La solitaria, quedó embarazada del violento. Enterado el analista, estuvo a punto de incitarla a abortar. Cierta presencia de ánimo y desconfianza en sus prejuicios, productos ambos de muchos años de análisis y del pasaje de la vida, lo llevaron a callar, esperar y escuchar. La futura madre fue desarrollando un diálogo con su futuro bebé que reparaba enormemente la soledad sufrida por ella. El analista elucubraba. ¿La futura criatura sería un tapón para surfiar la melancolía de la madre? Mientras, el violento, se había separado. No quería saber nada de formar una pareja formal y ser padre. El padre y la madre de la chica -los futuros abuelos-, acompañaron cariñosa y comprensivamente el embarazo de la hija. Llegó el día del parto, el violento acompañó a la solitaria a internarse. La recepcionista preguntó: ¿nombre de la madre? Soledad Ortiz. ¿Nombre del padre? El violento contestó: Juan Cuacho. El niño tenía padre y madre, una nueva vida se iniciaba para los tres. El analista acordó con ella que ya era tiempo de que fuera con una analista y se la derivó a una colega. Las mujeres madres, suelen tener un mejor “holding” para entender a madres recientes. Soledad Ortiz siguió su análisis con ella, estabilizó la pareja con Juan y se fueron a probar suerte en Europa.

Mientras, el padre de Sole reinició su análisis con el que ofició de cómplice en el asesinato/suicidio imaginario. Lo llevó hasta bastante avanzado y lo interrumpió sin finalizarlo. De vez en cuando volvía, hacía algunos “services” y se retiraba nuevamente. La soledad era un fantasma que lo atraía a la vez que lo angustiaba. Era el valor fálico imaginario mayor que su padre le había dejado, frente a una madre que siempre se había distinguido como heroína resistente a los poderosos.

Pero en una de esas vueltas arribó desesperado. Sole, había vuelto de Europa separada del padre de su criatura. Había vuelto a las drogas que en cierta manera la madre le facilitaba y había formado una pareja homosexual con una amiga de la madre. Pero lo preocupante resultó que un día la madre entró a la casa de su hija y encontró llena de sangre paredes y suelos y Sole con una anemia aguda. Llevada al hospital, los médicos encontraron una serie de cortes en la vagina, evidentes productos de prácticas sadomasoquistas con su pareja lesbiana. A la vez era evidente que se hallaba presa de una intoxicación por drogas ilegales que la alienaba. Padre y madre le plantearon que reiniciara su análisis, a lo que se negó. El padre desesperado, consultó a su analista. Éste, ante la gravedad y peligro de vida para la paciente y evidente estado de alienación, le recomendó que la internara. El padre respondió que la hija se iba a negar. El analista le dijo entonces, que munido de los certificados médicos correspondientes debía hacerlo por la fuerza.

La sorpresa y la desesperación se reflejaron en la mirada del padre. –“me va a odiar para toda la vida”- fue su respuesta. El analista le dijo que efectivamente ese era el riesgo que corría, pero qué prefería, si ese riesgo o el de muerte de su hija. Decidido, el padre buscó los certificados, la clínica y la ambulancia con el equipo necesario. Cayeron de sorpresa, la redujeron y la internaron. La hija le gritaba con odio que había hecho lo mismo que los grupos de tareas del “Proceso”. Al padre se le partía el corazón pero aguantó a pie firme. Ya en la clínica y con el paso de los días la hija no aceptaba las visitas del padre. La trataron, mejoró, volvió a su casa y reinició una relación cálida con el hijo que durante “el romance homosexual” había interrumpido, dejando el chico al cuidado del padre y el abuelo materno. Al padre propio, seguía sin recibirlo pero le hizo llegar un diario que había escrito en la clínica y en el que al modo de los presos describía el pasaje de los días y su odio a él, identificado por ella a “los milicos del proceso”. Lo que no pudo impedir fue el sostenimiento de la relación del abuelo con el nieto. A través de esa relación, de a poco, se fueron restableciendo los vínculos entre padre e hija. Primero como fiera herida y luego progresivamente, según pautas previas al traumático episodio de la internación. Mientras el tiempo pasaba, el padre envejecía, los trastornos del envejecimiento se hacían presentes, y ella sorteando los celos de la nueva pareja del padre, y a su manera, se acercaba y lo cuidaba. El abuelo se babeaba por su nieto y se le llenaban los ojos de lágrimas cada vez que contaba alguna nueva atención de su hija.

Cierta vez, el analista le dijo que se dejara de joder con la epopeya heroica y solitaria en medio de la Argentina y la aldea global de hoy. Que buscara pasar sus últimos años más de acuerdo con sus imposibilidades, a la vez que disfrutando de lo que aún le quedaba por disfrutar. Con una gran sonrisa relató que lo mismo le decía la hija, transformada en una de las principales líderes de la Asociación Narcóticos Anónimos de su pueblo. Y que no sólo le decía eso, sino que le había propuesto que volviera al pueblo y que se pusieran ambos a fabricar dulces. Hecha notar la metáfora por parte del analista, al viejo león se le llenaron los ojos de lágrimas. Se empezaba a romper la maldición de soledad que el padre melancolizado le había dejado como herencia, al ahora no sólo padre con todos los merecimientos, sino también abuelo.

¿De aquellas entrevistas iniciales con un revolucionario deprimido, devino un análisis clásico y un final de análisis según los ideales kleinianos del duelo por el objeto perdido o seudo lacanianos del atravesamiento del fantasma? Una serie de circunstancias que los lectores sabrán extraer del relato, les permitirá advertir que no fue así. Ahora: ¿alguien puede negar que este trabajo analítico fue muy útil por lo menos para sus dos principales protagonistas, padre e hija? Agrego que sin lugar a dudas lo fue bastante, también para el hijo y nieto y para el analista, que aprendió a trabajar sin dejarse inhibir por los prejuicios habituales de las corporaciones analíticas sean del signo que sean.



[1] Diría Minguito, el inolvidable personaje cómico de aquella época