Cuando dos amigos se van

Recién llegado comenzó a buscar. Si no fuera por el libro, su querida Chichú y Pedro, hubiera partido antes. Tenía apuro por reencontrar al amigo. Pero… en fin, ya estaba allí. Ansioso como siempre, se puso a buscar. Paso a paso, panza adelante un poco bamboleante, el mechón rebelde sobre la frente, sonrisa zorra imaginando la sorpresa en el rostro niño de Emilio, cuando lo viera.
Allá estaba. Unas cervezas, en la sombra de un árbol de hojas ampulosas, una mesa redonda de madera vieja y húmeda… ¿Bahía? Hasta sonaba su mar perezoso y tibio… ¿Cómo podía ser? En el Olimpo, todo puede ser. Hasta la escena que estaba viendo. Emilio de espaldas, con su cuello corto y regordete color chocolate, haciéndole bromas a Edipo recuperado de su inútil ceguera. Como siempre, hablaba con voz un poco nasal, mientras distraía al tebano de su mano, que jugueteaba como al pasar con las nalgas de Yocasta. -¡Viejo verde! ¡Pierde la vida terrenal, pero no las mañas!

Se acercó, procurando que no lo vieran. Sigilosamente lo tecleó con su índice en el hombro. Sorprendido y con una ligera cara de culpable, Emilio se dio vuelta. Cual no sería su sorpresa al encontrarse con Fernando. -¡¿Qué hacés tan temprano por acá?! Fernando contestó: -Me conocés, soy recíproco. ¿Te acordás 1970, mi última intervención en APA? Me iba y alguien me pronosticó que me quedaría sin amigos. No me importaba y se los dije. Pero no me olvido que cuando llegué a casa sonó el teléfono, y me encontré con tu voz diciéndome “Fernando, habla Emilio, tu nuevo amigo”. Y a los amigos no se los deja ni en las buenas ni en las malas. Aunque veo que tan mal no te está yendo.

Repuesto de la sorpresa y sonriéndose, Emilio contestó –bueno, vos sabés, el tal Edipo no es particularmente lúcido y su mami…no está tan mal… sólo un poco vieja para mí…, pero es tan desatada. Hace cualquier cosa, así qué…
Fuera de la vista de los dos y un tanto distantes de la escena, miraban divertidos el viejo Sigmund y don Pascual. Sigmund le decía –siempre fue igual, nunca respetó normas elementales de la Cultura…¡Fíjese don Pascual, que tuvo el descaro de poner de manifiesto en la biografía que escribió sobre mí, el affaire que tuve con Minna! ¡Y no contento con eso se dio el lujo de interpretar mi enamoramiento de Lou Andrea! Fernando, que había escuchado lo dicho por el Viejo gracias a un golpe de brisa, sonrió cómplice y recordó cuando Emilio escribió en Ondina…, que lo había invitado a ir “de putas”. La de explicaciones que tuvo que darle a Chichú, sobre las fantasías y la pluma irresponsable de Emilio. Mientras, don Sigmund seguía hablando de Emilio, -Nunca supo de límites, Bah, no se si nunca, cundo era un sobreprotegido de la mamá y las tías, un poco. Pero ahí también se preparó el desorbitado de la adultez… Sí, tampoco de la juventud, en la que aún era tímido. Don Pascual, el viejo peón del campo de los Ulloa, sonreía socarrón.

Siempre se había dado cuenta que tras ese buen chico, diestro para el caballo, curioso de cómo pialar, observador de los orejanos, había otro orejano. Metido en todas las tareas del campo, no se hacía presente a la hora de obedecer y sus mejores amigos eran los hijos de la peonada. ¡Cómo corría por esos campos, traveseando como ellos! Bueno con la gomera, la pelota y el caballo. Pero siempre algo abstraído, como si su cabeza, que no era chica, estuviera más allá que las de sus amiguitos, tratando de entender algún misterio de la tierra, los animales, la gente, sus amigos. Tal era así que no le llamó la atención cuando, terminando medicina, dijo que iba a ser psicoanalista. Y eso que no entendía qué quería decir esa palabra, pero si Fernandito la había elegido, “-di seguro que era buena”. Seguro también, que aunque era hombre de una mujer, se divertía con las transgresiones infantiles de Emilio. “-ir de putas…” Bonita forma de vencer su timidez. Y eso que al igual que alrededor de Fernando, las mujeres seducidas, rondaban a Emilio.

De algunas, se hizo cargo, grandes y tormentosos amores, casi incestuosos. Hasta el último su Graça, fue capaz hasta de casarse por Candomblé. Aunque bueno es decirlo, no tan en el fondo, creía bastante en el culto de su Mae do Santo…Gibosos, conversadores, don Sigmund y don Pascual se alejaron. El viejo vienés entre escandalizado y divertido. Don Pascual, sin saber la innúmera cantidad de veces que el botija Fernando, lo citaba en las trasmisiones de su saber estar en psicoanalista.

Tomados del hombro y caminando hacia el mar, Fernando hablando infinitamente y Emilio haciendo algún toque filoso y humorístico, se iban dándonos la espalda a Daniel Feijó y a mí que aún aquí los despedimos tristes y satisfechos. Satisfechos por todo lo que nos dejaron. Satisfechos como una pléyade de psicoanalistas, de hombres y mujeres de mil profesiones que tuvimos el lujo de encontrarnos con ellos. Satisfechos y tristes, porque por primera vez nos daban la espalda. Aunque gozosos, les concedíamos ese derecho. Se escuchaba la risa franca, amplia casi asmática de la voz cascada de Fernando y la risita espasmódica, pilla, que nos dejaba imaginar sus cejas y ojos levantados por sobre el marco de sus anteojos de Emilio. La ternura, no sólo fue teoría. Fernando en su últimos tiempos, a veces, me llamó Sergito.