Vaivenes de una desmanicomialización

Psyche Navegante No 73
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Sección: Práctica

Nuevamente puesto en debate el tema de la desmanicomialización, se relata una experiencia que puede sacarlo del terreno pobremente político o puramente teórico.

Hacía poco había comenzado sus guardias en el psiquiátrico. Llamaban mucho su atención, un grupo de tres mujeres que todos los días, tomadas del brazo, recorrían los cuatro patios del manicomio conversando animadamente y con la disciplinada formación de un pelotón de infantería. Llegaban a una punta y giraban hacia la derecha sin voz de orden que las guiase, pero con una coordinación que cualquier sargento mayor, envidiaría. Llegadas a la otra punta, el ritual se repetía. En verdad, la conversación se desplegaba entre dos de ellas. La tercera, acompañaba en silencio. Por las tardes, las encontraba en el comedor jugando a la Escoba de 15. Las tres, llenaban con humo de 43/ 70, el amplio comedor.
Comienzos de los 70. Vientos anti-psiquiátricos soplados por David Cooper y Ronald Laing cabalgaban en la oleada revolucionaria del 68 en París, el 69 en Córdoba, en otras ciudades argentinas, en Italia, otros países de Europa incluida la Primavera de Praga, los campus de Berkeley y otras universidades norteamericanas agitadas por Herbert Marcuse. Los jóvenes profesionales de ese psiquiátrico, devoraban febrilmente las obras completas de Sigmund Freud, se informaban de un tal Lacan, y se decidían a evitar cronicidades. Apestillaron al director. Entendían que siguiera internada Fermina, la obesa fumadora impenitente, de evidente deterioro y que cuando se le sugería algo sobre alta se negaba rotundamente. Tenía 60 años, 20 de los cuales había pasado ahí. La familia “borrada”[1] resultaba inubicable. Pero Berta, tenía una buena pensión heredada del marido. El hermano estaba dispuesto, no a llevársela consigo, sí a ponerle un departamentito para que fuera a vivir ahí. Ella, reclamaba siempre su “liberación”. El “dire” insistía, era una esquizofrenia muy grave. Les decía a “los jóvenes turcos” que observaran su retracción y silencio, que era muy peligroso mandarla a vivir sola. La respuesta de los jóvenes era, que hacía años que no deliraba ni tenía alucinaciones y que se llevaba bien con sus compañeras. Que mantenerla rotulada iba contra los derechos de esa mujer y formaba parte de la política asilar tan bien denunciada por Michel Foucault[2]. Presionado, el director finalmente accedió. Quince días después la noticia corrió como un reguero de pólvora entre los doctores, Berta se había tirado desde el piso 12 en que estaba ubicado su departamentito.
Rodríguez, el joven colega aludido inicialmente tomó nota de la experiencia. Tenía a su cargo a Margarita Marfeld, la más charlatana del trío. Deteriorada por la enfermedad y por 15 años de internación sin visita de familiares, ex compañeros, ni amigos. No tenía producción psicótica. Su familia directa nunca había poseído medios económicos importantes. Algunos primos y una tía materna sobrevivían. En las conversaciones con el joven médico se manifestaba jovial, coherente, escasa intelectualmente. Estudios secundarios incompletos, había trabajado de empleada de comercio desde los 16 años en un negocio con cuyo dueño había tenido experiencias sexuales consentidas. La internación crónica la mantenía ligada al mundo sólo por la radio y una televisión blanco y negro que funcionaba en el comedor común de la clínica. Su internación era pagada por una asociación mutual de la colectividad a la que pertenecía.
Ante estas observaciones y sin dejar de resonar Berta en su recuerdo, el Dr. Rodríguez comenzó a entrevistar a Marga una vez por semana. Ella participaba locuazmente. Relató una historia de privaciones económicas, con un padre inmigrante, analfabeto, degradado por el alcohol, una madre iletrada como el padre. Hija única, no había figurado como tal en el imaginario de ninguno de los dos. A lo sumo, la veían como “el seguro de su vejez”[3]. Sus primeras experiencias sexuales las había tenido con un primo que conservaba hacia ella una actitud hasta ese momento distante, pero que luego se revelaría cariñosa, solidaria, diferente de la de los otros. Relataba sin ribetes trágicos que se hallaba internada porque cuando tenía un primer y único hijo de unos tres años, descubrió que su marido, enfermero, le metía los cuernos[4] y que en la desesperación, había incendiado el departamento con ella y la criatura adentro. Los bomberos los habían salvado, pero sin lograr impedir quemaduras graves en el chico. La habían encontrado confusa, incoherente, sin conciencia de lo que había hecho. Los informes psiquiátricos de entonces la describían alucinada, escuchando voces, no aclaraban qué le decían las voces y ella tampoco lo recordaba. Sí, recordaba el odio hacia el marido al que hubiera querido matar, pero en relación al cual mantenía ilusiones, 15 años después, de reiniciar la relación amorosa. Reconocía que no había sido correcto incendiar el departamento, pero no se sentía culpable por las heridas de su hijo, que sobrevivió al incidente. Por decisión del juez y de la familia, éste, fue excluido de la relación con ella. El ex marido obtuvo el divorcio. Se casó con la amante del cuento. Al hijo, lo dejó a ser criado por la abuela, su madre. ¿Era un hijo para su madre?
Marga se quejaba de la falta de visitas. El primo sólo venía a la clínica depositar a dinero para cigarrillos y yerba mate, pero no quería verla. Gran fumadora (40 y hasta 60 cigarrillos diarios) y tomadora de mate. Ante la evidencia que las entrevistas se reducían cada vez más sólo a la queja de la falta de visitas y de su demanda de ser externada, el Dr. Rodríguez, decidió visitar a la familia y conversar personalmente con ellos. La Asistente social de la mutual se había ofrecido a hacerlo, pero prefirió llevarla a cabo él para 1) estudiar el perfil de cada uno de ellos 2) evaluar las creencias que cada uno de ellos tenían sobre el acontecimiento trágico de antaño y sobre el estado actual de la paciente. 3) utilizar personalmente sus artes para tratar que alguno se acercara a visitar a Marga. Ese trabajo le insumió dos años. Fue posible por su entusiasmo juvenil y porque todavía era un semi desocupado. Primero encontró una gran reticencia de parte de todos. El ex marido nunca abandonó dicha conducta, se mostraba como “gato escaldado”. Además, había armado otra familia con la ex amante en la que se encontraba “suficientemente bien”[5] y en la que había tenido otros hijos. Nunca dejó de aportar económicamente para el sostenimiento del “quemado”, pero tampoco nunca se lo llevó con él a vivir en su nueva casa. Su mamá, o sea la ex suegra de Marga, recibió renuentemente al Dr. Rodríguez. Pero lo dejó pasar y conocer a la criatura, que a la sazón contaba 16 años y era un lindo y buen muchacho en vías de terminar la secundaria. Informado de la sobrevivencia de su mamá quiso ir a visitarla. El encuentro fue emotivo, pero no volvió a repetirse. Para el chico esa señora, era íntimamente extraña y vivía en un lugar, a sus ojos, siniestro. El que comenzó a visitarla con alguna regularidad, una vez por mes o cada dos meses, fue el primo aquel. Nadie más.
Mientras transcurría este tiempo, el Dr. Rodríguez seguía viendo una vez por semana a Marga y escuchando la misma demanda de externación. La que le permitía recorrer el espinel de fantasías de la paciente, sobre la vida en libertad. Entre ellas, se hacía presente, con mucho peso, volver al mismo trabajo que había perdido cuando el incendio. El Dr. Rodríguez fue a ver al viejo patrón. Más allá de sus prejuicios morales y anticapitalistas, se encontró con un viejo dueño de un importante negocio en Once, afable y presto a colaborar con su antigua empleada, reincorporándola al trabajo. Los primos se mostraban dispuestos a que ella fuera a vivir con su anciana (90 años) madre, que también le abría sus brazos a la sobrina. El cuerpo ya no le daba para ocuparse sola de un viejo caserón de 5 ambientes, patio, baño y cocina en los márgenes de Villa Crespo. Cartón lleno pensó el galeno. Marga, tendría trabajo y vivienda. Pero... ¡Sorpresa! Planteada la externación como posible, Marga expresó su temor a llevarla a cabo. Continuó desarrollándose la psicoterapia desde una estrategia psicoanalítica adecuada a la esquizofrenia residual que padecía la paciente. Enunciaba temores razonables. Que ya no sabía andar por la ciudad, que no reconocería al transporte y sus itinerarios, etc. Se le agitaban también, fantasías deliroides, como la de que el ex marido se reconciliara con ella y la fuera a buscar. Otras, paranoides, sobre una posible recepción hostil de parte de sus antiguas compañeras y el patrón. El hijo, a la sazón con 18 años, no entraba en su mundo fantasmático como alguien que pudiera ayudarla. Por suerte, pues ella era para él, una extraña querida pero no incorporable. Habían pasado muchos años con él creyéndola muerta. Se habló sobre todo esto durante varios meses, casi un año. Comenzó a ir a trabajar con un horario reducido que ampliaba cada vez más, pero siempre volviendo a dormir al sanatorio. Así fue durante unos seis meses aproximadamente. Luego aceptó decididamente la externación y fue a vivir con su tía. Las compañeras y el dueño la recibieron amigablemente. Pasó a desempeñarse en tareas de limpieza y ordenamiento de la mercadería con eficiencia suficiente. Cuando volvía, “hacía las cosas de la casa”, incluyendo compras e higienización. Cocinar, cocinaba la tía. Una vez por semana concurría al consultorio del Dr. Rodríguez, que la atendía por un honorario simbólico, algo así como 5 $ de ahora. Las sesiones, en las que una vez por mes se recetaba medicación, –3 mg. de Haloperidol de mantenimiento (inyectable) complementado por dosis adecuadas según los acontecimientos, de Levomepromazina. Trabajaron unos años, relatos de sus rutinas, nostalgias de tiempos pre – brote, la instalación del hijo como una pérdida, a la vez que pudo acercarse a sus preparativos de casamiento y asistir. También ideas paranoides sobre compañeras de trabajo, especialmente sobre una jefa particularmente exigente. Cada vez más, iba sólo a ver que el Dr. estaba bien. Así lo formulaba: -vengo a verlo, que suerte que está bien. Cuando le salió una pensión por invalidez otorgada por alienación mental, se conectó con un psiquiatra de PAMI al que le confió la administración de la medicación. Lo que sí se escuchaba en el consultorio, eran sibilancias. Los excesos nicotínicos producían también, e un naciente Sindrome de claudicación intermitente por déficit de circulación arterial.
En esas circunstancias, las hiperinflaciones de fines de los 80 barrieron con los ahorros en pesos del Dr. Rodríguez, además de poner en riesgo su economía en general. Angustiado, apretado por las circunstancias e ilusionado con la estabilización de Marga, el Dr. le propuso: -mire, a partir de ahora, no venga más una vez por semana. Cada vez que tenga ganas de venir, me habla por teléfono y nos vemos. Aceptó sin ninguna manifestación de desagrado o de algún sentimiento adverso. El Dr. Rodríguez, ya no tan joven, suspiró aliviado. Dispondría de una hora más en su obsesiva agenda. No supo más de ella.
Hasta que un día, el primo amistoso de Marga, lo llamó por teléfono. Hacía días que estaba encerrada en su pieza y se negaba a ingerir alimentos. Llamó al Dr. a espaldas de ella, que ante la insinuación de que lo iba a hacer, se lo había prohibido terminantemente.
El Dr. Rodríguez corrió presuroso. Lo impresionó el deterioro del caserón, que veía por primera vez. Lo recibió una viejita que casi no hablaba castellano. Mientras le daba su huesuda mano, le daba a entender que estaba muy preocupada por la sobrina, mientras hacía la consabida señal de que “le faltaba un tornillo”. Ya en el dormitorio de Marga la escena era dantesca. Penumbra, una lamparita de 45 w colgaba de un cable como toda iluminación. El olor a pis, proveniente de una “pelela”[6] llena de orines y restos de puchos, inundaba la habitación. Marga en la cama, sentada semi encorvada, con los brazos y manos doblados, con mirada torva y cabellos enredados, miraba paranoica al que entrara. Denunció un complot: - no quería comer porque la querían envenenar, sólo aceptaba los panchos que le traía su amiga del quiosco. El Dr. habló modulando suavemente. Para Marga, él también formaba parte del complot. Rodríguez entendió. Se lo dijo y agregó: -que estaba muy enojada con él porque había dejado de atenderla semanalmente. Que tenía razón, que ése había sido un error de él y que le proponía que volviera a verlo como antes, que retomara la medicación y que todo volvería a estar bien. Se descontrajo, cambió su mirada, retomó alimentación y medicación y volvió al consultorio semanalmente. Sólo unos meses. Luego fue espaciando la concurrencia hasta que un día le dijo que ya se sentía bien y que iba a seguir yendo sólo al psiquiatra de PAMI. Rodríguez asintió pero haciéndole presente que su teléfono y consultorio seguían a su disposición. Un tiempo siguió informándose sobre el estado de la paciente a través del primo. A pesar de la muerte de la tía y dentro de su pobre rutina, seguía bien. Los primos vendieron la casa pero le compraron un mono-ambiente. Ni sus pulmones ni daban sus piernas buenas señales. El contacto se fue espaciando y se esfumó. El Dr. Rodríguez, no supo más de Marga.
[1] Argentinismo para decir que se había desconectado de la paciente.
[2] En su libro Historia de la locura
[3] Imaginario habitual en las familias pobres constituidas antes de la segunda mitad del siglo XX
[4] Argentinismo para designar la infidelidad matrimonial
[5] Frase winnicotianna, si las hay.
[6] Argentinismo para designar: orinal