En Un Bote Tres Baturros

Verde, que te quiero verde…
Los versos del poeta, se hicieron imágenes al alcance de ojos y manos. La lancha se desplazaba tan calma como las aguas del río que la acunaba. El amor maduro de la pareja, madurado a golpes y alegrías, encuentros y desencuentros, se vestía de aquellos verdes de hierbas y arboledas y de suaves y brillantes marrones de las aguas… Y de los aromas del lugar. Se olían flores, florestas, aguas, peces. Nada contaminado. El Riachuelo y el Reconquista, quedaban en otro continente. En cada curva el paisaje se repetía diferente, en una identidad desconcertante y familiar. Los oídos escuchaban un silencio de pájaros, infinitamente alegres y afinados.
Daniel, que conducía desde sus lozanos veintitantos, sabía respetar el silencio del espectáculo y también responder puntualmente las preguntas de la pareja. Nombres de ríos, de arroyos, de islas, de caseríos, desfilaban en sus relatos acompañando las costumbres de los lugareños, las particularidades de la escuela y las dos lanchas colectivas que la proveían de chicos, por las mañanas. El almuerzo, que se ganaban concurriendo, y el alboroto de los viajes. El hospital en la isla frente al pueblo, ya que fue precedente y en consecuencia destinado a los isleños. Aunque por supuesto, también era refugio para los del pueblo cuando lo necesitaban. Sólo tenían que cruzar el riacho
También contó del lugar de internación para adictos graves con sus historias de motines y miserabilidades, producto de la abstinencia forzada y de hábitos de vidas sin pasados ni futuros, mientras los presentes se esfuman. Casi en un susurro chusmeó. -Hay hijos de políticos y empresarios importantes ahí.
Los oídos urbanos caían en el colmo de la incredibilidad, cuando el botero relataba que las puertas de las casas no se cerraban con llave. Que en el pueblo y en las islas, no había robos ni otros delitos habituales, a sólo cincuenta kilómetros de distancia. Claro que de esos cincuenta, diez eran de tierra. Demasiado, para los urbanizados. Cuando no llovía, polvo y pedregullo. Cuando llovía, barro y peligro de empantanarse. Suficiente, para doblegar a los valientes de las velocidades suicido-homicidas en las autopistas.
Los oídos escuchaban una música extrañada, cantares de otros siglos. Los oídos, no eran estúpidos, también tenían cerebro. Recordaban el chismerío de las viejas comadronas. Que aquí también, recorrían el pueblo. Viejas comadronas para los ojos del niño que fue el relator. Treinta o cuarenta años abultados de ancas, panzas y tetas. Pelos recogidos con rodetes o ruleros de domingos. Y bocas incansables. Masticaban o chismorreaban. Que el marido de la Juana… ¡Y no sabés, el José! Pero claro, con las que le hace la Josefa… Todos, nombres de museo. En el pueblo, ya ni Ana María se llama Ana María, Ana o Anita, ahora se hace llamar… Anne Mariè… y es dueña del hotel y del restaurante… Sí, del hotel y del restaurante, porque son los únicos del pueblo. Ella y el Miguel, que se sigue llamando Miguel, son además dueños, de una lancha capotada para pasear por el río, tres o cuatro bungalós y lógicamente un buen auto. Pero…, bueno, vuelvo a lo de los nombres. Las de 15, se llaman Daiana, Dalma, Nerea, Denis, Romina, Ayelén, Rocío… Todas sueñan con la fiesta en el Salón… por supuesto, el -Anne Mariè. Y sí, Mariè y Miguel, son de los pocos “qué tienen visión de futuro” y de negocios…
¡Ah! Hay otros, que me olvidaba… Claro, de esos mejor ni hablar, son verdaderamente extraños al Pueblo. Vienen devastando el bosque, en sus propiedades de miles de hectáreas para usar los árboles volteados en hacer papel. Y más bien se ocultan, no se hacen ver. De unos… me acuerdo el nombre y el apellido. Se llaman Papel Prensa, son raros como sus nombres y apellidos, no vienen nunca al pueblito. A veces, aparecen los administradores, en unos Audi no sé cuánto. Los que están siempre, son los que manejan las desmontadoras, unos tractores con una herramienta adelante que voltea árboles en un periquete… ¡Uy, se me coló una frase de mi abuela y mi mamá! Claro, hablaban como los del pueblito. No, pero los del pueblito tienen nuevas palabras también. El cyber, la tele, interne´, antena parabólica, Direct TV, etc., etc., etc… Y volviendo a lo de los negocios…, los delincuentes que la gente sencilla de Paranacito no sabe cómo llamarlos… Tienen otra gente que trabajan para ellos, los peones, que una vez caídos los árboles los trozan y pelan con sierras hachas. La mayoría, viven en las afueras de Paranacito, incluso en una villa miseria… ¡Sí señores, porque Paranacito no es menos que nadie, también tiene una villa miseria! Como cualquier ciudad que se precie.
Y así seguía deslizándose el tiempo y el trío, los dos maduros –uno más que la otra- y el sobrio guía. Amplio y majestuoso se abrió el río Uruguay… Daniel, cumpliendo su función de cicerone informó… -y allá a la izquierda, la ciudad uruguaya de Nueva Palmira… Redoblándole la voz, se escuchó otra radial, ligeramente ansiosa. -¿Daniel, Daniel, acá Rodolfo. Nos quedamos sin nafta y sin aceite y estamos anclados en medio del río, cambio. David tomó rápido el micrófono -¡¿Otra vez, no puede ser…!? –Del otro lado con risa contenida –Sí, calculamos mal la nafta, sólo nos quedan 10 litros… y con el aceite…, no sé qué pasó, pero no queda ni una gota… -¿Y no llevaron de repuesto…? –Y no, no se me ocurrió… -Pero es como la sexta vez que te pasa… Ahí el matrimonio advirtió por el plural, que desde donde hablaban eran más de uno… Daniel les preguntó -¿Dónde están? –Vinimos por el Paranacito, de ahí doblamos por el Ibicuycito y anclamos en unos pajonales… -¿Qué coordenadas? -¿Cóomoo… qué, qué? Impaciente, David – ¡Boludo, fijáte en el sextante…! Mirando a la señora, -disculpe señora… La señora sonreía y asentía mirándolo comprensiva, mientras el señor se moría de risa… De la otra, hasta ese momento lancha y con cierta voz de desesperación –no trajimos sextante… -¿¡Pero cómo no…?! Lo tenés delante de tus narices…, al lado del velocímetro… -Aaahhh… tenés razón, aquí está… dicta las coordenadas. -¡Pero se fueron al carajo…! Vuelta a mirar a la señora, ahora entre pidiendo disculpas y con cara de cómplice que sentía ratificada su anterior aseveración de qué eran unos boludos. –Hacé andar el bote unos 100 metros a tu derecha para salir de los pajonales y que yo te pueda ver… Mirando a sus pasajeros… -Disculpen pero voy a tener que ayudarlos… -Mientras el señor no podía parar de reírse, la señora, comprensiva asintió, -acuda, acuda, hay que ayudarlos… Rauda, enfiló la lancha. A medida que se acercaban, el espectáculo parecía extraído de una cómica del neorrealismo italiano, o de una escena de La Mancha con un flaco en un jamelgo cargando contra unos Molinos de viento, mientras un gordito en burro iba atrás gritando -¡No mi señor que las aspas lo van a matar…! -¡¿Cornudo?! ¿¡Qué me has dicho cornudo?! Huyendo mientras espolea su burro… ¡¡No mi señor… me refería a las del molino!! ¿Molino…, qué molino?
Sobre un bote, tres baturros. De 50 años para arriba. Los más viejos, por suerte uno en cada punta de un “gomón” lleno de remiendos, portaban en sus panzas unos 120 kilos “up” cada cual. Caras coloradas, rozagantes y amplificadas por las risas. Chaleco de pescadores con múltiples bolsillos, llenos de vaya a saber qué. Una cañita cada uno, con las líneas flotando en el río. En el medio entre ellos, la voz del micrófono. Evidentemente el caudillo de la pandilla “adolescente”, tan risueño como los demás, trataba de explicar y pedir perdón. Todo al mismo tiempo. El señor maduro de nuestro bote, que había podido dejar de reír porque quería preguntar, se dirigió al caudillo -¿sos semi japo? Éste, semi-doblado oscilaba entre caerse del gomón mientras no podía parar de reírse y agarrar la botella de aceite que David le alcanzaba. La linealidad horizontal de los ojos lo ponía en evidencia, aunque el resto de la cara podría haber sido la de un napolitano. Mientras la pregunta se escapaba de sus labios, la perseguía su arrepentimiento. -¡Mirá lo que le preguntás! Le hubiera dicho su madre. ¿Y sí se ofendía? Lejos de eso, el otro asintió con la cabeza, acentuó sus risas y el balanceo del gomón por los movimientos desacompasados de los más de 300 kilos de irresponsabilidad temeraria que llevaba encima.
Terminada la misión de salvataje, pegaron la vuelta a disfrutar y oler los paisajes, mientras Daniel no podía parar de quejarse de los viejos irresponsables que otra vez le habían pedido socorro. De ahí se fue deslizando a otras anécdotas divertidas, hasta desembocar en una que cambió abruptamente la navegación de la fantasía. En esa anécdota, un chico de 14 años murió ahogado, enredado en su red de pescar…
El río se cubrió de sombras. Las risas cambiaron de río…