Testimonios sesentones

El actor Jorge D’Elía, de 65 años, padre de cinco varones de dos matrimonios anteriores, no dudó un instante cuando su actual esposa, Cira Caggiano, de 40, manifestó su deseo de tener un hijo: Después de diez años de convivencia le pareció lo más “acertado y necesario”. “Nos faltaba una proyección como pareja –comenta–, era egoísta negarme”. Así nació Facundo, que hoy tiene dos años, apenas unos meses menos que Teo, el nieto más chico de Jorge.

D’Elía afirma que siempre tomó la paternidad como “un hecho natural”: “Nunca me hice la cabeza con las grandes cuestiones filosóficas. Yo no tuve seis hijos, cada vez tuve un hijo. Son todos diferentes, todos buscados y esperados”. Sin embargo, reconoce diferencias: “Cuando nacieron Marcelo, Federico y Hernán, todavía estaba lleno de dudas, no sabía quién era ni qué quería. Era impaciente, pretendía imponerme con mis hijos, algo de lo que me he arrepentido. Facundo recibe un padre más tranquilo: ya sé que soy autor y actor, sé cómo es mi vida y que, salvo las sorpresas, no tendrá variaciones. Casi diría que soy como un abuelo para mi propio hijo”.

Ni bien lo dice aclara que sólo se refería a la paciencia, pero en la calle lo confunden más de una vez: “Ya me pasaba con Damián y Diego (de 14 y 18 años en la actualidad). Cuando me dicen: ‘Qué lindo nietito’, aclaro que soy el padre pero tranquilizo a los confundidos porque no desconozco que soy abuelo y es una posibilidad absolutamente lógica. Pero me alegra ser el padre de Facundo, todavía estoy en plena actividad”.

Al periodista Miguel Brascó no le parece que esa cuestión merezca un análisis: “Dios y la vida deciden en qué momento envían los hijos. Me casé con la chef Luisa González hace diez años; ella es joven pero eso también es casual. Hace cinco años, ella tenía 32, quiso ser madre y la idea de tener un hijo me pareció fantástica, pero hay que pensarlo bien porque es una experiencia que te cambia la vida”.

Terminan las salidas hasta cualquier hora, los viajes imprevistos, y comienzan los pañales, las mamaderas y las papillas. A Brascó le permitió recuperar sus ilusiones infantiles: “Le compré un Scalectric, que siempre quise y nunca pude tener, con el que jugamos hasta cansarnos. Me encanta mi hija, es muy divertida”.
Miguel supo que iba a nacer Milagros, ahora de cinco años, antes que Luisa: “Hablamos un martes y el viernes ella viajó a La Cumbre, donde tenemos una casa. Yo le dije a mis amigos en Buenos Aires que estaba embarazada y cuando la llamaban para felicitarla, ella decía: ‘Está loco’. Pero yo viajé la semana siguiente y el embarazo estaba confirmado”.

Brascó reflexiona: “El varón argentino siempre está como imposibilitado de ser padre por los cuidados para no embarazar a las mujeres, o las precauciones que toman las mujeres para no ser embarazadas por los tipos. Mi conclusión fue que mis pobres espermatozoides, que habían sufrido toda su vida reticencias y censuras, apenas tuvieron vía libre la embarazaron con velocidad y precisión. Igual me hubiera pasado a los 20 años, o a los 6, que es cuando uno está más rendidor”.

Reconoce que estar casado con una mujer joven no le permite envejecer y que tener una hija “siendo grande”, tiene sus complicaciones: “Siempre hay algún boludo que te dice: ‘Ay, qué linda su nietita’, y eso en el fondo molesta. Depende de quién lo diga y del ánimo que tenga ese día, le aclaro: ‘No, boludo, es mi hija’. Lo que sucede es que el otro siempre saca conclusiones de extrema generalidad y ambigüedad, del tipo: ‘Mirá vos, el tipo ese’, frase llena de sabiduría. Pero en esos equívocos están la sal y la pimienta de la vida”.

El actor Héctor Bidonde: tenía 3 años cuando perdió a su mamá y Laura, la hija que tuvo en su primer matrimonio, murió en 1977 con 16 años recién cumplidos. Sintió que la vida le había quitado mucho y se instaló en la soledad de relaciones episódicas. En ese tren comenzó a verse con Virginia construyendo una situación que califica de “escandalosa”: “Yo tenía 59 y ella 23. Jugábamos con esa relación tan border hasta que, razonablemente, dijimos que ya era hora de que cada uno siguiera su camino”.

En eso estaban cuando apareció el embarazo: “Fue un golpe al corazón. Durante 72 horas me negué absolutamente, no podía aceptarlo. Al cuarto día decidí pensar en por qué sí y cuando constaté qué me pasaba en realidad, me pareció una especie de milagro”.
En esos días Bidonde se acordó mucho de su primera experiencia como padre: “Laura había nacido cuando yo tenía 23 años, era demasiado joven. Estudiaba y trabajaba de 7 a 1 todos los días. Aunque le dí mucho amor no le prestaba la suficiente atención. Esos 16 años se me pasaron como un soplo de viento”.

Curiosamente, cuando llegó Agustina, hace casi seis años, su padre también estaba en un momento estupendo, con trabajos gratificantes: “Fue otra señal de la vida. Creo, sin connotación religiosa, que fue un milagro... Y hasta el día de hoy vivo con la aventura y el viaje que significa. Volver a tener un bebé en brazos fue una bendición muy particular...”
Haber pasado del “no” al “sí” en cuatro días se relaciona con los 20 años que vivió sin hijos: “Me lo negué por el miedo a lo que pasó con Laura, pero ese miedo no desaparece nunca. Cuando lo acepté me parecía que, así como la adolescencia se estiró hasta los 25 años, yo no he sido hombre hasta después de los 50. El destino y la vida son tan poderosos, que hay que hacerles caso”.

Ante la palabra abuelo ríe con ganas: confiesa que lo confunden lunes, miércoles y viernes. Es más: Agustina, cada tanto, lo saluda con un: “¿Qué hacés, nono?”. La hija le puso una gran cuota de realidad sobre los hombros: se metió en política desde la cultura y la educación, se pregunta qué le pasa a un niño en el colegio con el estrés de los deberes y se asombra a diario con nuevas y viejas cosas. Bidonde reconoce: “Me estoy poniendo viejardo y me pregunto: ¿Cómo seguirá esto?”. Y se responde: con el todo los días sin desatender el proyecto, que en su caso es convivencia, encuentro, colegio, familia y las clases de teatro. Bidonde vive su paternidad como “un hecho maravilloso”: todas las noches vigila que Agustina esté bien tapada y dice que “verla despertar cada mañana es una alegría”.

Gato Dumas aunque admite que los 64 años lo tiñeron de “viejo cascarrabias”, con cinco hijos de su primer matrimonio con Lala, está convencido de que “no hubo paternidad como la actual” y lo explica: “Tenía 23 años cuando nació Pablo. Yo era un papanatas, un imbécil que los manejaba como un trofeo. Me traje de Inglaterra un cochecito tan suntuoso que no entraba en el ascensor. Nunca me dí cuenta qué era tener un hijo hasta que nació Olivia”.
Eso fue en el 2000 y ahora Dumas dice: “Tengo que pedirles mil perdones a los otros, por la poca bola que les di. Trabajaba como un cretino y si los veía diez minutos los domingos era mucho. Lo hablé mucho con ellos, pero eso no me saca la culpa”.

Gato es contundente: “¿Olivia una nieta? Nada que ver. Es mi hija y la malcrío como tal. La malcrianza de abuelo, que lo soy y la practico, es muy diferente a la de padre. Mariana (Gassó, su esposa de 36 años) es menor que mi hijo mayor pero no por eso la trato como si fuera mi hija. Es mi pareja”.
El matrimonio luchó por Olivia durante años y tuvo que afrontar pérdidas de embarazos muy dolorosos, el último de trillizos con casi seis meses. “Yo tenía un programa diario en América a las 20 con tribuna. Recuerdo a un señor que me dijo: ‘Gato, andá a tu casa y volvé en siete días’. Era Jorge Lanata, pero yo no podía decirle a la gente que me traía chupetes que en ese mismo momento los estábamos perdiendo”.

Dumas llegó a decir que Dios existía pero no era bueno. Cuando nació Olivia, después de una fecundación in vitro, se reconcilió con ese Dios: “Te saca por un lado pero te da por el otro, quizá es un cretino que te prueba todo el tiempo”. En cuanto a la exigencia física de criar un hijo, Gato asegura que la paternidad lo llevó a cuidarse: “Dejo de chupar, de comer, vuelvo a casa temprano para verla antes de que se vaya a dormir. Trato de vivir la mayor cantidad de años posible porque no quiero dejar de ver a mis dos mujeres”.
La pareja guardó tres embriones congelados y el año pasado intentaron un nuevo embarazo, con resultado negativo. “Nos quedamos con Olivia, que no es solamente ni nada más. Es todo. Vale por los siete mil millones de habitantes de este mundo.”